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<h1>Obras de Marquez</h1>
<h2>Relato de un náufrago (1955)</h2>
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“El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la
tripulación del destructor “Caldas”, de la marina de guerra de Colombia,
habían caído al agua y desaparecido a causa de una tormenta en el mar
Caribe. La nave viajaba desde Mobile, Estados Unidos, donde había sido
sometida a reparaciones, hacia el puerto colombiano de Cartagena, a donde
llegó sin retraso dos horas después de la tragedia. La búsqueda de los
náufragos se inició de inmediato, con la colaboración de las fuerzas
norteamericanas del Canal de Panamá, que hacen oficios de control militar y
otras obras de caridad en el sur del Caribe. Al cabo de cuatro días se
desistió de la búsqueda, y los marineros perdidos fueron declarados
oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellos
apareció moribundo en una playa desierta del norte de Colombia, después de
permanecer diez días sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba
Luis Alejandro Velasco. Este libro es la reconstrucción periodística de lo
que él me contó, tal como fue publicada un mes después por el diario El
Espectador de Bogotá “Lo que no sabíamos ni el náufrago ni yo cuando
tratábamos de reconstruir minuto a minuto su aventura, era que el rastreo
agotador había de conducirnos a una nueva aventura que causó un cierto
revuelo en el país, que a él le costó su gloria y su carrera y que a mí pudo
costarme el pellejo. Colombia estaba entonces bajo la dictadura militar y
folklórica del general Gustavo Rojas Pinilla, cuyas dos hazañas más
memorables fueron una matanza de estudiantes…”
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<h2>El coronel no tiene quien le escriba (1955)</h2>
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“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más que una
cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso
de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta
que se desprendieron las últimas raspaduras de polvo de café revueltas con
óxido de lata. “Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto
a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente
expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y
lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear,
aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa.
Durante cincuenta y seis años –desde que terminó la última guerra civil- el
coronel no había hecho nada distinto a esperar. Octubre era una de las pocas
cosa que llegaban. … Fragmentos de obras de García Márquez www.bne.es
Actualizado 25/04/2014 Página 2 - Es un gallo que no puede perder. - Pero
suponte que pierda. - Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a
pensar en eso – dijo el coronel. La mujer se desesperó. «Y mientras tanto
qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo
sacudió con energía. - Dime, qué comemos. El coronel necesitó setenta y
cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para
llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento
de responder: - Mierda”.
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<h2>La Hojarrasca (1955)</h2>
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“De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del
pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una
hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y
materiales de los otros pueblos: rastrojos de una guerra civil que cada vez
parecía más remota e inverosímil. La hojarasca era implacable. Todo lo
contaminaba de su revuelto olor multitudinario, olor de secreción a flor de
piel y de recóndita muerte. En menos de un año arrojó sobre el pueblo los
escombros de numerosas catástrofes anteriores a ella misma, esparció en las
calles su confusa carga de desperdicios. Y esos desperdicios,
precipitadamente, al compás atolondrado e imprevisto de la tormenta, se iban
seleccionando, individualizándose hasta convertir lo que fue un callejón con
un río en un extremo y un corral para los muertos en el otro, en un pueblo
diferente y
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<h2>Cien años de soledad (1967)</h2>
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“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de
nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los
años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su
carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban
a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano
corpulento de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el
nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él
mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia.
Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se
espantó al ver que…”
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“Cuando el pirata Francis Drake asaltó Riohacha, en el siglos XVI, la
bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el
estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en
un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa
inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en
cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca
volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales
obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El
alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los
ingleses con sus feroces perros de asalto se metían por la ventana del
dormitorio y la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo.
Su marido, un comerciante aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media
tienda en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus
terrores. Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir lejos del
mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la
sierra, donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no
tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas”.
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“El coronel Aureliano Buendía promovió treinta dos levantamientos armados y
los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete Fragmentos de
obras de García Márquez www.bne.es Actualizado 25/04/2014 Página 4 mujeres
distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de
que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a
setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una
carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo.
Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república.
Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con
jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por
el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la
pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la
vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo. Aunque
peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió se la
produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso
término a casi veinte años de guerras civiles”.
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// Sumemos a la barra sólo cuando la intersección se "positiva"
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